Una fría tarde de febrero de 1932, Walter Benjamin se encuentra en una calle de Berlín con Felix Noeggerath, su antiguo camarada del instituto. Este le habla de una isla al sur de las Baleares donde va a ir con su mujer y su hijo a "hacer el éxodo". El clima allí es muy suave y la vida muy barata. El Frankfurter Allgemeine Zeitung acaba de ofrecer a Benjamin unos centenares de marcos para realizar un suplemento especial dedicado al centenario de la muerte de Goethe. «Feliz conjunción», escribirá más tarde.

La isla abierta, la blanca Ibiza de los años treinta acoge buscadores de silencio, de paz y de modernidad. A bordo del Catania, Benjamin arriba a la isla en el mes de abril, dando el mayor rodeo: la completa circunvalación a un continente entero, desde el puerto de Hamburgo hasta el de Barcelona, última escala antes del deslumbramiento. Pronto surgen nuevas historias, amistades, amores, proyectos de escritura; el relato de un viaje contado con historias verdaderas y el de una infancia. Vuelve a Ibiza la primavera siguiente, ya camino del exilio, y reencuentra la fe en su estrella, su ángel nuevo. Sin embargo, el respiro que representan —quizás— estas semanas, esos pocos momentos de felicidad, el descanso del pensamiento que se pone en imágenes de paz y de frugal belleza, la de la isla salvaje, son probablemente los últimos del filósofo. La ruta de vagabundeo de los siete años que le quedan de vida —entre París, Italia y Dinamarca, cerca de Bertolt Brecht y de algunos amigos— se va hacer más dura, hasta la reclusión en Nevers y el último viaje hacia Port-Bou.