La extensión del uso del término contratransferencia parece guardar una relación inversamente proporcional con el rigor que sostiene su empleo. Esta laxitud no ha impedido la precipitación de una suerte de vulgata: la define como el conjunto de "las respuestas afectivas y emocionales del analista a las transferencias del analizante", y la jerarquiza como fundamento de su comprensión y de su práctica interpretativa. El carácter reduccionista de esta vulgata va de la mano de su aptitud para determinar efectos, y no sólo entre analistas principiantes. Sobre todo tratándose de una noción que ha adquirido un carácter emblemático, polarizando a su alrededor adherentes y objetores. Entre los primeros esta simplificación puede inducir la legitimación a-crítica del empleo del registro emocional del analista en la dirección de la cura. Entre los segundos, el rechazo del concepto suele arrastrar consigo todo el espesor del registro de las pasiones en el analista. Es ésta una orientación que se legitima en el esfuerzo por evitar los deslizamientos imaginarios que hacen obstáculo a su función. Pero que, secundariamente, puede alentar el ideal de un analista desconfiado de las resonancias pasionales que en él induce su práctica, y que extrema su neutralidad hasta el punto de la apatía. Parece olvidarse que para Lacan el registro de las pasiones excede el campo de lo imaginario, y que la disposición a experimentarlas constituye -en su perspectiva- un corolario inevitable de la implicación del analista en transferencia. Una implicación que va mucho más allá de un mero precepto técnico: se sostiene en cambio "en esa clase privilegiada de deseo" que para Lacan es el deseo del analista. Revisar algunos de los desarrollos clásicos y de los empleos clínicos actuales de la contratransferencia presupone entonces establecer un contrapunto obligado con el concepto de deseo del analista.