En abril de 1621, Felipe IV, una semana antes de cumplir los dieciséis años, sube al trono tras la muerte de su padre. Olivares era ya la sombra que adoctrinaba y guiaba al rey: su poder no sólo alcanzaba las más recónditas estancias de la Casa Real sino que se expandía por los complejos recodos del gobierno de la nación. En la década de 1620, el Conde Duque se propone inicialmente las mismas metas que los Reyes Católicos y Felipe II: «la defensa de la fe y la inalienable autoridad de la corona»; y puesto que estas prioridades se encuentran en peligro, por la nefasta herencia del anterior valido, el Duque de Lerma, se ve en la obligación de adoptar dos nuevos objetivos: la reforma y la restauración de gran parte de la configuración del Estado. Fue, por tanto, este periodo un tiempo de exaltación y cambios, la «etapa entusiasta», como la llamara Gregorio Marañón, que contó incluso con un gran respaldo popular. «Docenas de hombres desconocidos hasta entonces ?comenta R. A. Stradling? pasaron a ocupar puestos no sólo en la Casa Real, sino también en el Gobierno, la administración pública y las fuerzas armadas»?