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De todas las metrópolis del mundo, ninguna ofrece tanto glamour ni tantos edificios históricos o museos importantes como París. La capital de Francia es crisol de culturas, meca de intelectuales y artistas, y símbolo universal de estilo y elegancia. Pero, por encima de todo, es una ciudad que ha sabido conservar un sabor inconfundible, mezcla única de cosmopolitismo y personalidad propia. Se aprecia tanto en sus bulliciosos bulevares como en sus barrios más populares, cuya vida recuerda la de una ciudad pequeña. Sentarse en una de sus célebres terrazas es la mejor manera de disfrutar de ese savoir vivre tan genuinamente parisino.

París, la ciudad de las luces, siempre ha sido una metrópoli en la que sólo lo mejor es suficiente, una urbe de lo superlativo. Más rápida, más hermosa, más brillante que otras. A pesar de las numerosas transformaciones, revoluciones políticas y crisis que ha vivido, París no ha perdido ni un ápice de su poder de seducción. ¿Qué es lo que le confiere ese sabor tan especial? Basta con pasear una tarde de diciembre por los 2,5 kilómetros del soberbio bulevar de los Campos Elíseos, alumbrado con 135.000 bombillas, para quedar prendado del encanto de esta ciudad; o con observar a cualquier hora del día o de la noche, desde la terraza de un café, el alegre trajín de estudiantes y gente divirtiéndose en el barrio de Saint-Germain-des-Prés.

Cual belleza caprichosa, la ciudad muestra un aspecto diferente a cada paso: solemne o desenfadado, malvado u honesto y serio, y a veces antiguo y otras totalmente joven y fresco.