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Los extravíos poéticos no son una novedad en nuestra literatura: todos tenemos presente el caso de un autor como Gamoneda, cuya repesca tuvo que esperar a la benefactura de Miguel Casado a finales de los ochenta. La obra de Ramos, que se suma a esta agridulce tradición de nuestra poesía, nos descubre una voz extremadamente talentosa que por capricho del azar (y de la centralizada industria cultural de la Transición) había quedado desoída y esperando, como una de esas calas discretas que de pronto se conocen.

Más cercana a Álvaro Mutis que al venecianismo culturalista, dotada de la secreta precisión de la poesía de Borges y de la épica existencialista de un Julien Gracq, la voz de Juan Luis Ramos se va adelgazando libro a libro en una evolución que termina aproximándose, sin tocarlo, al intimismo figurativo propio de la sensibilidad de 1980.