Ring Lardner fue ni más ni menos que un profesor de profesores: amigo íntimo de F. Scott Fitzgerald; Hemingway firmó con el pseudónimo de Ring Lardner Jr. durante su juventud, y el sonido vulgar y desenfadado de su prosa resuena en Cheever, en Salinger, en Carver y me atrevería a decir incluso que ha definido las líneas maestras de la prosa estadounidense tal y como la conocemos hoy en día: una prosa sencilla y libre de pretensiones intelectuales.
Envidiosos, soberbios e insufriblemente ignorantes, los personajes de los cuentos que integran esta antología dejan al descubierto su mezquindad a través del denso tamiz de la cultura deportiva. Y es que los personajes de Lardner son, en el deporte y en la vida, malos perdedores y todavía peores ganadores. Y, a pesar de todo, inspiran sentimientos encontrados. Transitan y recorren las líneas de estos cuentos como sujetos sin conciencia, previsibles y, tal vez por este motivo, entrañables. El autor no les ofrece la posibilidad de redimir sus culpas pero, si se la ofreciera, tampoco sabrían que hacer con ella.
Desentrañar el humor de Lardner requiere de la sutileza del lector atento: de la comprensión de los escenarios en los que transcurre la acción y de la empatía para entender a los distintos personajes, sus conductas y lo que subyace en cada una de sus palabras. El resultado de todo ello no es una risa fácil ni desternillante; sino algo mucho más noble: se trata de la sonrisa sensible de la condescendencia.